Relatos, literatura, literatura latinoamericana, Ana Abreg, escritora argentina, metaliteratura, revista de literatura.
Estábamos un grupo de amigos, todos escritores, compartiendo una pizza.
A pocos metros, una pareja se hacía arrumacos. De repente, sin que me diéra cuenta cómo, ella se levantó y le lanzó una trompada a él, así, como hacemos las mujeres revoleando el brazo.
Cuando quise reponer la escena no pude encontrar la imagen de ella levantándose o la distancia de la cara al golpe y estimar los resultados, o tan siquiera mi propio estupor por dos escenas tan próxima, el beso, el golpe, y la ausencia de continuidad entre uno y otro.
Él recibió el manotazo con ceño fruncido, con enojo, en vez de sorpresa, e instantáneamente levantó los brazos como para cubrirse de otro, que no llegó.
Lo extraño fue que no pareció una locura sin cálculo, como si no estuviera previsto. Ella se fue del lugar sin mirar a nadie, la cara como un color ajeno, como si se le saliera de la cara.
Él, evidentemente perturbado, esperó que le cobraran y se fue, también sin mirar a nadie.
Lo mejor es que no rompieron nada, pasó rápido y sin más violencia; lo malo es que no fui buen testigo de lo qué pasó.
Pero lo excelente, pueden imaginarlo, es que éramos un grupo de escritores.
Pudimos imponer a la escena diversos dispositivos de lectura; entre las especulaciones hubo un factor a considerar, aquellas argumentaciones que proponíamos, nos definían, incluso aquello que nosotros tomábamos como más asertivos. Opiniones en las que confiamos o en las que no.
Es así que la historia se impuso por la fuerza de líneas narrativas acomodándose entre imágenes de los que podíamos describir la escena en fragmentos inconexos.
Alguien mencionó la vestimenta de ella, el tal vez excesivo maquillaje, los zapatos de él; la edad fue un problema; para algunos, más jóvenes de lo que parecían, para otros, mejor conservados de lo que se supuso.
Diversas reflexiones se fueron quedando en espera de que las opiniones más acaloradas disminuyeran en decibeles o por lo menos en consenso, que no era otra cosa que de materia de signos, teorías que se acomodaron en una vacilante línea de tiempo.
Las conjeturas se fueron instalando, sensibles al estado de humedad en los ojos, estimuladas convenientemente con el alcohol, y en una rivalidad por encontrar el sentido que más se acomodara a la escena que habíamos presenciado.
Hay historias que te hacen muecas para ser contadas.
Alguien sugirió que debíamos escribir aquella con la que habíamos encontrado mayor afinidad en la reconstrucción, cómo, por qué, el tenor justo entre acción y reacción.
